Quiero que mi hija sea libre.
Que estudie, porque en este país le tocará descifrar lo evidente y reconocer a todos los prójimos que complementan su carácter nacional, en esa aventura del conocimiento encuentre sus propias respuestas ante la democracia, el consumo, la tecnología.
Que pueda decirle a los hipócritas sus verdades y a los tímidos sus virtudes.
Que sea noble de corazón pero que
de vez en cuando se sienta la mera mamá del
mundo.
Que sepa que no hay tal “plan de vida” sino mucho
amor y dolor y que va a vivir los dos y eso se llama tener los pies sobre
la tierra. Ante lo increíblemente absurdo del mundo la salve disfrutar de la grama mojada, el olor a mandarina o la inmensidad de un océano.
Que aprenda a nombrar sus demonios mientras peina a sus ángeles bajo el silencio necesario de la noche y la soledad.
Que viva clichés, inevitables y ridículos pero necesarios para disfrutar el desaprendizaje y la riqueza de romper, cambiar si se quiere o
pasarlos de largo.
Ojalá que pueda vivir la vida sin
necesidad de compararse con los demás. (me detengo, suspiro impotencia ante ésta que es mi lucha, sigo)
Quiero que su comunidad esté llena de risas, bromas simples, locuras y abstracciones. Que asuma con
practicidad aquello que no tiene y así su mente tenga espacio para la creatividad y la construcción de nuevas realidades. Que sepa que no hay blanco o negro, bueno o malo. Y que esos vacíos que los padres no pueden llenar sean puentes para las experiencias y posibilidades.
Quiero que mi hija sea libre. Aunque eso signifique liberarse de los quiero de su madre.