No quiero dejar desapercibido este mes, que fue suficiente para comprender que a pesar de lo recurrente que se vuelve el tiempo (tantos febreros sin vos) aparecen siempre esas ranuras de sol donde se puede estar y se está bien y parece que un chocobanano es la felicidad, o un nuevo dato del vino, una sorpresiva oferta de trabajo, una invitación, una mirada pura enmedio de este mundo salvaje (aunque ya no sé si soy yo o es el mundo). El poder mágico y extraordinario de una infante que despierta lo muerto del cuerpo y le hace bailar, pensar en futuro y sonreír.
Pero hay otras partes del cuerpo que gritan apatía, que mueren de indiferencia, que tienen una pena que es la de siempre, la del no que nunca llega, la del sí que no alcanza. La puerta cerrada, la constante tristeza que es un lodo de ingratitud que acompañan s-i-e-m-p-r-e--l-a-s--m-i-s-m-a-s-- preguntas/respuestas. Demasiado consciente de mi inconsistencia como un loop de pensamientos que agotan hasta el cansancio. Y la soledad que no llega, que no viene a cubrir con su manto santo, que no me abraza con su silencio, que no me deja saborear la ternura de sus labios, que no me da su sonrisa enmedio de la multitud, que no viene a ofrecerme su descanso.
Febrero, corro, subo volcanes, voy a los parques, tomo cerveza, (y vino), sonrío más, veo menos fantasmas, aprendo la vibración de la música, me apropio de ilusiones y espejismos que como machetes en la espera de un semáforo, tratan de no perder el ritmo para no cortar a su amo.
Vivo
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