Baño de ciudad
María Olga Paiz mopaiz@elperiodico.com.gt
La ciudad está de cumpleaños y toca celebrarla.
Vivo en la periferia, pero disfruto bajar al valle, a la ciudad de techos grises, amurallada de nubes y custodiada por dormidos volcanes plomizos.
Inhalar su olor a fritura, a diésel de camioneta, a humedad de armario.
Para quererla bien hay que dejarse engullir por el tráfico que la recorre como sangre espesa y sus muros vociferantes de publicidad. Dejarse tentar por su promesa de saciedad, permitir que nos seduzca la abundancia ambulante de melocotones y anacates de temporada, de tarjetas de teléfono y paraguas, de ramos de rosas y de pelotas de colores.
Dejarse cegar al mediodía por la luz fracturada en los edificios acristalados y ensordecer en medio del barullo de pajarera de las seis de la tarde.
Solo un aguacero de invierno logra barrer el polvo de siglos acumulado en sus banquetas quebradas por raíces y lavar el acre orín de los postes de alumbrado y las esquinas de esta ciudad. Los tragantes jamás podrán dejar de hacer gárgaras, congestionados por el flujo inmundo y descomunal que, impedido de desagüe, torna en lecho de río las calles.
Para entenderla es requisito sentir de cuando en cuando los temblores salaces y continuos a los que hemos crecido acostumbrados. Y casi a diario también el temblor íntimo a ser despojado en cualquier semáforo del celular, como antes de los Rayban, o de la bolsa.
Por naturaleza o por crianza, una no gusta solo de lo bonito, lo perfecto y sin mácula. Será la maternidad que me ha enseñado a conciliar el amor y la exasperación.
Mi marido, socarrón, se conduele: ay, pobre tú que no tenés pueblo. Y bueno, hace muchos agostos que no me doy una vuelta por la feria de Jocotenango para probar el tiro al blanco o comer una bolsa entera de panitos de feria. Pero sí, tengo pueblo. Solo que el mío, mi amor, es mucho más grande. Y aquí es donde te saco la lengua.
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