martes, 18 de septiembre de 2018

Historia de un Nawal


Me pareció que aquella experiencia debía nombrarse de diferentes maneras. Que tendrían que existir todas las voces, con sus vocales y consonantes, resonando con la libertad de los pájaros a las seis de la tarde. Que tendría que fugarse la cordura para no enmudecer toda esta ternura, no espantarse más por el triste caminar de los humanos que ya no buscan más entrelazar sus manos, ni sentir la bondad del muelle, ni bajar el sendero con la alegría del sol, las tiendas y el café artesanal con champurrada.

No observé ni dejé rastros para regresar. Vivía con la carne contenta, amada. Hacía un tejido con sus palabras bordando la historia de su familia como el huipil que lleva la historia de los nawales.  La historia de los jaguares. Quise escribir sobre el lugar, del respeto al saludar, de cómo invadimos su espacio y agradecemos con un gesto el permitirnos estar ahí.

El paisaje de nuestros cuerpos acostados, con olor a madera y sonidos de lago; cuenta así la historia:

Él dormido en la hamaca se despertó llegando a su encuentro; sigiloso, llevaba el mecer de los vientos, abrazó su espalda en un ir y venir.
En la penumbra de la madrugada los cuerpos hicieron un pacto. Encontraron un baile para quedarse.
Se poseían con la mirada, se reconocían en la piel. Él atrayéndola para sí, ella sonriendo satisfecha, como solo se puede sonreír cuando se encuentra en la más fina y profunda experiencia de amor y deseo.

Se inclinó hacia su cuello, lo besó y el fuego se hizo lengua. Se apretó a su cuerpo. No acababan las formas de nombrarse cuando ya  hacían fiesta las sensaciones, como colores festejando, sabores repartidos.

Él le regresa la ofrenda perdida, devuelta su ternura.
Ella ofrece el descanso, refugio de caos y vértigo.

Desarmados, despojados de todos los miedos y órdenes del tiempo.

Queda un eco que se lanza a lo desconocido

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